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domingo, 14 de febrero de 2016

Salva Robles: La noche del incendio

ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ. LA NOCHE DEL INCENDIO
(Huerga & Fierro, Madrid, 2015)
por SALVA ROBLES
UNA LECTURA INTESTINAL
           El verso como pasillo que recorre una casa. Ese verso entra despacio, susurrando apenas por respeto al silencio de la vida que brota de nuevo allí dentro y con los zapatos quitados para no molestar, ni dar la sensación de invadir esa casa en la que quiere entrar porque ya es algo inevitable. Casi de puntillas, como para no importunar o incomodar, el verso se quiere quedar a vivir allí. Y se queda. Esto es (entre otras varias sensaciones) La noche del incendio, el último poemario de Antonio Aguilar Rodríguez: la poesía-enredadera que se instala para no marcharse.

           El poeta ha llegado a una meta (su recorrido poético hasta aquí —de una coherencia etérea, callada a medias y en constante camino— nos ha mostrado a un escritor de mundo propio) y lo más estimulante es que, tras llegar, quiere preparar de nuevo la salida. Hay un camino que se inicia —y que no anula, sino que completa al anterior— y la poesía del escritor murciano crece, se ensancha y consigue abrirse hacia un nuevo rumbo que yo quiero llamar el de “la poesía de lo acostumbrado”.

             Ahora explico qué quiero decir.

       En cada poema hay un trozo de biografía auscultada, un resquicio de cotidianidad observada, rescatada e inmortalizada por ese verso como pasillo que recorre una casa. La palabra franca o la frase desprendida retratan una costumbre: la rutina de una historia que, además, es un corpus amatorio que bucea entre los hábitos que los amantes comparten.


A la hora del café
desayunamos luz,
comemos con las manos
sobre un mantel de sábanas y ropas
desordenadas.


         La emoción está en cada página. Es una emoción tímida (porque se asoma a cada poco, sin estridencias, con la mesura de lo que surge inesperado)  y, al mismo tiempo (con la contradicción privativa de todas y cada una de las emociones humanas), es también una emoción descarada, desnuda y con ganas de nutrirse (revelada) entre las estrofas de todos los poemas. Es una emoción reconocida que, este lector que he sido yo, hace suya y se la apropia para revivirla en algo interior que pertenece a todos, a cualquier amante del mundo.
        La noche del incendio tiene el descaro de ser una confesión que disimula que no quiere disimular. Y los poemas que hay dentro del libro se sienten como el Tadzio deseado y contemplado por un Gustav von Achenbach que somos nosotros los lectores, que asistimos extasiados a la desnudez de un escritor que arranca lirismo a sus costumbres renovadas cuando la vida comienza a ser vivida (con júbilo milagroso) una segunda vez:


Nunca pensé que una vida se pudiera
vivir dos veces. 


        Yo sé y conozco (y hasta seguro que juzgo lo que sé y conozco) fragmentos de vida del autor. Y al entrar en el poemario, recorriendo junto al verso el pasillo que me lleva hasta dentro, no puedo evitar la sonrisa ni tampoco puedo ni quiero reprimir el pensamiento que me llega casi en cada página que paso o en casi cada poema que releo una, dos, tres o más veces: es esa cosa de sentir cómo es la vida dentro de los demás porque en el fondo es la vida de todos. Y, sin embargo, siempre hay alguien que te lo manifiesta de otra forma, o de esa forma que tú quieres expresar pero no te sale. Esto es, también, La noche del incendio: la expresión de lo inexpresable que queda atrapado en cada verso de un libro cercano a cualquier lector. La identificación íntima y personal es inevitable y surge enseguida, ya en las primeras páginas, casi en el primer poema. Antonio Aguilar es el autor del libro, pero este lector que yo he sido se lo apropia y el libro pasa a ser de mi propiedad como si yo fuera el protagonista, ese yo poéticocon el que me identifico.


Empiezo y hablo de ti y también de mí,
y de nosotros —porque no es lo mismo-- (…).


          Noto en ese yo poético al deseador infinito que hubo en varios libros nerudianos, porque La noche del incendio es, por supuesto y también, la historia de un encuentro afectivo que (con la mesura callada de lo que comienza con sorpresa y que el día a día va convirtiendo en costumbre) se robustece tras cada nuevo poema que se lee. Noto como una necesidad de constatar —y hasta de festejar— el instante, casi cada uno de esos instantes, del encuentro sentimental. Y cada brochazo (los versos desparramados) es un selfie de médula biográfica, cuya atmósfera expresiva persigue la inmortalidad del tiempo que se materializa en sensaciones:


Me miras desde la otra sombra de la puerta
y entiendo lo que dices,
algo que sube de la tierra,
y que no necesita de palabras
para existir en el poema.


          La noche del incendio es, finalmente, el resultado de un apetito poético, de una ambición lírica en la que se conjugan tres elementos que se mezclan con una magia muy especial: la referencia especular (mito, poesía y vida cotidiana), la palabra exacta (que pespuntea el verso con elegancia admirable) y la verdad sin disfraces (porque lo sentimental —que se traga lo peyorativo y lo anula con sabiduría— se apropia de todo). El sentimiento (sigiloso en sus susurros) estalla en bramido cuando en el poema que cierra el libro, ‘Hoy ha muerto mi abuela’, ya no hay pudor (ni confesión disimulada) y sí una imperiosa desnudez del dolor por el dolor mismo. Ese cierre completa el círculo iniciado con los dos primeros versos («Vendrás una mañana / devorando a los perros»), donde la escucha del poeta en el presente se parece mucho a la reflexión verbalizada. En definitiva, lo que quiero decir es que La noche del incendio es un acto de autoconfesión, de afirmación de lo que se vive en el ahora y donde la naturaleza no-vivencial del pasado y del futuro (porque es limitadamente ficticio) no existen.

          Hacía tiempo que yo no veía un título tan adecuado para un libro. Más allá de Christina Rosenvinge, el poemario debía ser bautizado así y de ninguna otra manera. Y el poeta que ha perpetrado este libro se está convirtiendo en una voz ineludible y de visita lectora inexcusable.

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