¿Qué es esto?

Este blog pretende recoger el día a día de un libro, lo que dicen de él, a dónde viaja, con quién, ...
Busca también tu complicidad, te cuenta para que tú le cuentes si te apetece, si lo ves necesario.

lunes, 22 de febrero de 2016

Libros manoseados

Y los libros empiezan a llegar a manos de los amigos y así te los devuelven

Cati

 Rubén Castillo

 Toñi García y el último ejemplar de la librería

 Salva Robles

Belén Espinosa, dedicada.

 Pedro Gascón

Tino Molina Monteagudo


Andrés García Cerdán

Recordando el pre-estreno del libro

El día 18 de abril de 2015 se hizo el pre-etreno de La noche del incendio dentro de las actividades en torno al Día del Libro del IES. Marqués de los Vélez, donde trabajo. Fue su primera presentación en público. Conté con la colaboración de una serie de alumnos (Paula, Sabi,Virginia, Marta,  Adrián, Aroa, Indira, Fran, Ana, Belén y María José) que recitaron y ayudaron en la elaboración y realización del recital. Fue sábado por la mañana y en el Espacio Joven de El Palmar.

José Francisco Bastida, padre de mis alumnos Virginia y Alberto, hizo este montaje que publiqué en su día en mi salondelospasosperdidos.blospot.com

domingo, 21 de febrero de 2016

domingo, 14 de febrero de 2016

Soren Peñalver: Crítica en la Opinión de Murcia

Soren Peñalver: El estilete fluente 
Resultado de imagen de soren peñalver la noche del incendio la opinión
Antonio Aguilar Rodríguez. 

Utilidad de la belleza 

PARCO EN PUBLICAR Y MUY ESPACIADO,Antonlo Agullar Rodríguez. poeta culto y verdadero, ha preferido durante su prolongada juventud dedicar su precioso tiempo a su formación, la lectura omnívora, el trabajo diario, la atención y entrega a los otro, a los suyo, Y ahora que su reciente libro de poema, La noche del incendio (Huerga Fierro Editores. Madrid, 2015), no por azar, llega a mis manos, reparo de nuevo (nunca tuve duda) en la calidad expresiva de la poesía aguilariana y en el intelecto exquisito, escogido, y ni actualista ni tópico, sino intemporal y universal de Antonio. La noche del incendio estaba destinado a llegar a mis manos, pues nada más abrir sus página, un nombre querido y admirado hace acudir a mi memoria los lejanos y placenteros recuerdos de otra vida que nunca siento del pretérito muerto, Katheleen Raine, sin saberlo Antonio, me parece, fue amgia de Clara Janés, Rafael Martínez Nadal (el amigo de García Lorca) , y de un servidor, muy joven y perdido en el Londres de los años setenta del pasado siglo, Kathleen Raine (1908-2003), junto con el poeta sueco Gunnar Ekellif (1907- 1968), son a mi parecer y de muchos lectores europeos, los poetas maestros para la andadura del siglo XXI, por su condición espiritual y conocimien to del sufismo.
Antonio Aguilar Rodriguez, tras con el sabio 'conocimiento sin allá enseñanza' de los sufíes, nos regala este breve poema de su mencionado libro: 

Leo el poema en la espesura  de la noche blanca, 
toco sus versos, con los dedos sucios
rozo la imperfección, 
la mancha en el papel, el desaliento del linotipista.

Letras dispersas sobre signos blancos.
Es la propia blancura de la noche,
lo que arde entre mis manos.

(La noche blanca, página 38)

Acaso sea este libro último de poemas donde Antonio abra al conocimiento del lector una realidad que está más acá de lo meramente aparente; de una cotidianidad que nada tiene en común con el paso indiferente del tiempo.
Me das los buenos días y abres de par en par 
las venecianas. Entra la luz,
A la hora del café
desayunamos luz. 
 (pág. 31)

Trascendencia de lo cotidiano. Sin embargo, Antonio Aguilar, su poesía, es, son, a través de ese aparente grafito estético y original visible en el frontón de su poética "dispersas letras y signos blancos", un más allá, oculto en el aquí, que es interior y exterior, lo que llamamos en definición de la gran Kathleen Raine the use of the Beautiful («la Utilidad de la Belleza»). Sí, el utilismo imprescindible a cada instante de la belleza en cada acto nuestro, para los demás y para nuestro alimento necesario.  
La realidad de la poesía aguilariana es del estilo de otro gran poeta, Robert Frost (1874- s 963).  El vate norteamericano, hace exactamente noventa años atrás distinguía dos tipos de realidad: el que para demostrar que es real ofrece una buena cantidad de tierra con la patata y el que se contenta presentando la patata sin tierra. Frost se decía pertenecer a este segundo tipo... Criticaba así, encubiertamente, el catastrofismo realista tan explícito que iba apoderándose de la literatura norteamericana de la época. Y su conclusión quedó perfectamente clara: «Para mí, lo que hace el arte por la vida es limpiarla para revestir la forma». La demasiada cotidianeidad de la poesía sólo interesa al lector simple. Y no hay que confundirse con algunos poemas que, en apariencia, parecen decir lo que de inmediato exponen. Admiración absoluta ante este poema que alberga un misterio en su mínima presencia: 
Ella compró dos tazas para el desayuno. 
Iban envueltas en papel 
como el mejor de los regalos. 
Sobre la mesa, en la cocina, 
una mañana de domingo. 
Que nada las rompiera. 
Se dijo. 
Que nada las rompiera. 

(Desayuno, pág. 39). 

Es La noche del incendio el libro de Antonio Aguilar Rodríguez que se apoderó de toda la utilidad de la belleza para dárnosla a sus lectores con el desprendimiento del verdadero poeta. 





Salva Robles: La noche del incendio

ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ. LA NOCHE DEL INCENDIO
(Huerga & Fierro, Madrid, 2015)
por SALVA ROBLES
UNA LECTURA INTESTINAL
           El verso como pasillo que recorre una casa. Ese verso entra despacio, susurrando apenas por respeto al silencio de la vida que brota de nuevo allí dentro y con los zapatos quitados para no molestar, ni dar la sensación de invadir esa casa en la que quiere entrar porque ya es algo inevitable. Casi de puntillas, como para no importunar o incomodar, el verso se quiere quedar a vivir allí. Y se queda. Esto es (entre otras varias sensaciones) La noche del incendio, el último poemario de Antonio Aguilar Rodríguez: la poesía-enredadera que se instala para no marcharse.

           El poeta ha llegado a una meta (su recorrido poético hasta aquí —de una coherencia etérea, callada a medias y en constante camino— nos ha mostrado a un escritor de mundo propio) y lo más estimulante es que, tras llegar, quiere preparar de nuevo la salida. Hay un camino que se inicia —y que no anula, sino que completa al anterior— y la poesía del escritor murciano crece, se ensancha y consigue abrirse hacia un nuevo rumbo que yo quiero llamar el de “la poesía de lo acostumbrado”.

             Ahora explico qué quiero decir.

       En cada poema hay un trozo de biografía auscultada, un resquicio de cotidianidad observada, rescatada e inmortalizada por ese verso como pasillo que recorre una casa. La palabra franca o la frase desprendida retratan una costumbre: la rutina de una historia que, además, es un corpus amatorio que bucea entre los hábitos que los amantes comparten.


A la hora del café
desayunamos luz,
comemos con las manos
sobre un mantel de sábanas y ropas
desordenadas.


         La emoción está en cada página. Es una emoción tímida (porque se asoma a cada poco, sin estridencias, con la mesura de lo que surge inesperado)  y, al mismo tiempo (con la contradicción privativa de todas y cada una de las emociones humanas), es también una emoción descarada, desnuda y con ganas de nutrirse (revelada) entre las estrofas de todos los poemas. Es una emoción reconocida que, este lector que he sido yo, hace suya y se la apropia para revivirla en algo interior que pertenece a todos, a cualquier amante del mundo.
        La noche del incendio tiene el descaro de ser una confesión que disimula que no quiere disimular. Y los poemas que hay dentro del libro se sienten como el Tadzio deseado y contemplado por un Gustav von Achenbach que somos nosotros los lectores, que asistimos extasiados a la desnudez de un escritor que arranca lirismo a sus costumbres renovadas cuando la vida comienza a ser vivida (con júbilo milagroso) una segunda vez:


Nunca pensé que una vida se pudiera
vivir dos veces. 


        Yo sé y conozco (y hasta seguro que juzgo lo que sé y conozco) fragmentos de vida del autor. Y al entrar en el poemario, recorriendo junto al verso el pasillo que me lleva hasta dentro, no puedo evitar la sonrisa ni tampoco puedo ni quiero reprimir el pensamiento que me llega casi en cada página que paso o en casi cada poema que releo una, dos, tres o más veces: es esa cosa de sentir cómo es la vida dentro de los demás porque en el fondo es la vida de todos. Y, sin embargo, siempre hay alguien que te lo manifiesta de otra forma, o de esa forma que tú quieres expresar pero no te sale. Esto es, también, La noche del incendio: la expresión de lo inexpresable que queda atrapado en cada verso de un libro cercano a cualquier lector. La identificación íntima y personal es inevitable y surge enseguida, ya en las primeras páginas, casi en el primer poema. Antonio Aguilar es el autor del libro, pero este lector que yo he sido se lo apropia y el libro pasa a ser de mi propiedad como si yo fuera el protagonista, ese yo poéticocon el que me identifico.


Empiezo y hablo de ti y también de mí,
y de nosotros —porque no es lo mismo-- (…).


          Noto en ese yo poético al deseador infinito que hubo en varios libros nerudianos, porque La noche del incendio es, por supuesto y también, la historia de un encuentro afectivo que (con la mesura callada de lo que comienza con sorpresa y que el día a día va convirtiendo en costumbre) se robustece tras cada nuevo poema que se lee. Noto como una necesidad de constatar —y hasta de festejar— el instante, casi cada uno de esos instantes, del encuentro sentimental. Y cada brochazo (los versos desparramados) es un selfie de médula biográfica, cuya atmósfera expresiva persigue la inmortalidad del tiempo que se materializa en sensaciones:


Me miras desde la otra sombra de la puerta
y entiendo lo que dices,
algo que sube de la tierra,
y que no necesita de palabras
para existir en el poema.


          La noche del incendio es, finalmente, el resultado de un apetito poético, de una ambición lírica en la que se conjugan tres elementos que se mezclan con una magia muy especial: la referencia especular (mito, poesía y vida cotidiana), la palabra exacta (que pespuntea el verso con elegancia admirable) y la verdad sin disfraces (porque lo sentimental —que se traga lo peyorativo y lo anula con sabiduría— se apropia de todo). El sentimiento (sigiloso en sus susurros) estalla en bramido cuando en el poema que cierra el libro, ‘Hoy ha muerto mi abuela’, ya no hay pudor (ni confesión disimulada) y sí una imperiosa desnudez del dolor por el dolor mismo. Ese cierre completa el círculo iniciado con los dos primeros versos («Vendrás una mañana / devorando a los perros»), donde la escucha del poeta en el presente se parece mucho a la reflexión verbalizada. En definitiva, lo que quiero decir es que La noche del incendio es un acto de autoconfesión, de afirmación de lo que se vive en el ahora y donde la naturaleza no-vivencial del pasado y del futuro (porque es limitadamente ficticio) no existen.

          Hacía tiempo que yo no veía un título tan adecuado para un libro. Más allá de Christina Rosenvinge, el poemario debía ser bautizado así y de ninguna otra manera. Y el poeta que ha perpetrado este libro se está convirtiendo en una voz ineludible y de visita lectora inexcusable.

Pedro Gascón: Presentación en Albacete


LA NOCHE DEL INCENDIO de ANTONIO AGUILAR


http://www.lagallaciencia.com/2015/06/la-noche-del-incendio-de-antonio_22.html

 La noche del incendio Antonio Aguilar Ed. Huerga&Fierro, 2015.

 Más que de la noche, deberíamos hablar de su incendio. La propagación de las llamas ilumina la noche comenzando el nuevo despertar, su nueva amanecida. Porque La noche del incendio habla de las mañanas limpias, hogareñas, con olor a café recién hecho, mirada cristalina y amor... mucho amor. Arde la noche en su calma. Llega la mañana devorando a los perros y azuzando a las sombras.

 Queda la mañana límpida de llamas. En ella se dan un abrazo la reflexión, el orden y el amor. Pese a todo, la noche aún da de beber ceniza / al sediento, a ese ser reflexivo con la vida a través de la mirada.

 Y es que, Antonio Aguilar, es de esos poetas que observan los detalles, las pequeñas cosas llegan a ser divinidades que alimentan el poema, para devolvernos, a través de sus palabras, lo más nimio como algo universal y a la vez humano, muy humano:

 Es la manera de guardar el equilibrio,
 mientras el universo gira imperceptible
y tiendes las constelaciones
con apenas un movimiento de tus brazos.

 Posee este poeta, esa herencia de los poetas levantinos tan en posesión de la luz y los días que el Mediterráneo baña, llenando de blancura los versos, de calidez el ritmo y de vaivén las voces del pasado que hacen de la verdad su ausencia y un llanto de dolor por dolor, porque se sabe humano y así, se duele y se llora, y se ama y se siente. Mientras, esa luz meridiana de herencia antigua que rodea al poeta, recorre la habitación para traernos sabores elegíacos de infancia en blanco y negro:

 Tienes diez años
y aún no hay sombras en el blanco y negro
de las fotografías.

 Pero no es la elegía y su canto triste el fruto más sabroso de esta noche del incendio, pues tiene esta  nocturna llama más de celebración y canto a la vida, en las cosas cotidianas (abres de para en par las
venecianas) y en ese Tempus fugit que desgrana las horas como una rojiza granada entre las manos. Tiempo volátil y fugaz, sí, pero vivido con intensidad y vitalismo.

 En estos tiempos de pseudopoetas superventas y poemas sin apenas mensaje, cordura y entendimiento, sorprende, y a la vez agrada, encontrarnos ante un libro de lenguaje cercano y fresco y a la vez un toque clásico, en donde tienen cabida endecasílabos que recuerdan en su sonoridad a los hombres del Renacimiento y a las figuras de la mística (En mitad de la noche abro los ojos, / busco en la sombra algo de luz, un rastro). Quedan vestigios en los versos de este poeta para recordar a los mitos antiguos y olvidados por el hombre actual. A través del incendio de la noche y el nuevo despertar, deambulan Perséfone, Orfeo, el Hades... Por ello, agradecemos a este autor, traernos el recuerdo de estos padres de lo que fuimos, y de lo que somos, asomados esta vez a la escritura de sus versos y al umbral de la memoria de los hombres para que en mitad de la noche nos abran los ojos y prendan el deseo.

 Una luz meridiana

Entra despacio. Es una luz
del alba sobre el cielo raso y vívido
de nuestra habitación, tal vez la música,
la aurora de las voces despertándose
de otra alba, de otra noche.
                                           Ahora es sólo una palabra.
Dame tus manos. Hace frío. Un largo
invierno se desliza en la contraventana.
No es un exceso de realidad
cuando me tocas, al contrario está
en su justa medida,
como ahora todo, parte por parte.

 Calientas agua en la cocina.
La noche aún da de beber ceniza
al sediento. Recuerdas esta luz,
porque esta luz de la mañana es un recuerdo,
con su celebración, la luz del alba
pasto de la verdad y de la ausencia
de las sombras.
                            Cuánto dolor
y cuánta gratitud también,
cuánta canción al aire,
y cuánta reverberación.

 De pronto tienes diez años,
vagas con la sonrisa desdentada,
con los vaqueros rotos y ese suéter
al que dio forma poco a poco la voluntad del frío,
las manos de tu madre.

 Tienes diez años
y aún no hay sombras en el blanco y negro
de las fotografías.

 Como ahora, bajo esta luz,
una luz meridiana,
la cosa más sencilla,
también sobre el papel
o sobre el lienzo de aire,
o como la inocencia,
una rama de sol golpeando el alféizar.

Andrés García Cerdán. Presentación en Albacete


TODAS LAS NOCHES DEL INCENDIO CON ANTONIO AGUILAR.
 *Notas para la presentación de La noche del incendio en POETRY INN ALBACETE.
 Librería Popular, 22 de mayo de 2015


http://andresgarciacerdan.lagallaciencia.com/2015/06/todas-las-noches-del-incendio-con.html

 Así, como el que no quiere la cosa, han pasado casi 20 años. Bienvenido, Antonio, de nuevo, como siempre. Bienvenido porque vienes a traernos el incendio, quizá lo único importante en esta vida. Como tú decías en una dedicatoria, qué suerte habernos conocido, la verdad. Qué suerte tan grande arder contigo y con tu poesía otra vez. Es un orgullo tenerte a nuestro lado hoy, como tantas veces.

 Las batallas que puedo contar esta noche tienen que ver con los años maravillosos del Campus de la Merced, con El Cafetín Árabe donde fundamos Thader, con aquel Encuentro de Jóvenes Escritores en el Almudí, con el Aula de Poesía, con el Ababol de Juan Luis López Precioso, con el CreaJoven de Murcia, con los Ardentísimas de José María Alvarez, con Expo-Libro y Diego Marín, con La Puerta Falsa y el Ramón Gaya, con el Oliver Belmás, con los recitales inolvidables de Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines, José Angel Valente o José Hierro, que nos dejaron traspasados de mitomanía y de amor por las palabras. Y mucho mucho más, mon semblable, mon frère. Por ejemplo, las presentaciones de los amigos, las decenas de lecturas compartidas, de Javier Marín Ceballos o Javier Orrico, a J.F. Kosta, Cristina Morano, Alberto Chessa, Diego Sánchez Aguilar, Angel Paniagua, Antonio Marín Albalate, Javier Moreno o José Daniel Espejo. Y La cabra, y El coloquio de los perros, y Oh Poetry, y Los deseos, e Isla desnuda, e Ítaca y aquella traducción en Hiperión de Kavafis. Y, por supuesto, Vicente Cervera y Soren y Dionisia e Isabelle, infatigables. Y Fractal y El llano en llamas. En fin, ya lo sabes, algo más que nombres, mucho más que nombres, la profundidad, la vida y la alegría contagiosa de todos esos nombres y todas las cosas vividas en el nombre de la poesía, con la intensidad ingenua de la juventud y su arrebato mortal.

 Al lado de todos ellos, brilla con luz propia otro nombre propio: Eloy Sánchez Rosillo. En su estela, en la admiración profunda por sus obras, sus consejos, su forma de ser, creo que crecimos todos, con él, hacia él o contra él, pero siempre atentos siempre a la verdad del poema, su pulcritud, su honestidad vital, sus intensidades, sus celebraciones, sus elegías. Tú eres una de las personas en quienes su lección se ha detenido con más fuerza, más brillantez y más sentido. Que se haya detenido significa que sobre ti parece haber puesto sus manos el maestro.

 No ha sido en vano todo esto. Vienes hoy, una vez más, a decir con tu voz las cosas que nos despiertan y nos salvan: la hermosura, la palabra bien dicha, la contemplación lúcida del mundo, la revelación en silencio del secreto a voces (“Mejor en silencio/ amor se comunica”, decía Hierro) y el amor, esa forma única de habitar una casa.

 De amor está hecho este libro. Es la poesía de La noche del incendio (Huerga y Fierro, 2015) una poesía de pequeños grandes gestos cotidianos, de delicadas maneras, de placeres que son buganvillas, de pequeñas fidelidades, de intimidades absolutas.

 Has aprendido a perdonar, me dice.
La casa, por ejemplo,
la luz que entra de par en par por las persianas
 o que de pronto asalta las habitaciones
como un zurcido en el silencio de la noche.
Cómo la miras, dice,
 cómo la rozas con los dedos,
la luz, la casa, la memoria.

 En esa materia intangible están escritos estos poemas: la luz, el roce, la pertenencia, la memoria. Cada poema es un altísimo sueño recobrado, cumplido. Devanas el ovillo de la música de los días con la limpieza y la emoción arrebatada del que deja caer humildemente sus ojos y sus manos sobre la superficie de los grandes descubrimientos de la vida privada. En Perséfone, nos lo dices:

 No siempre conocer fue fácil, fue por ti
por quien mantuve abierta la mitad
de mis ojos –la otra mitad dormida
tal vez con el deseo de encontrarte.

 Conocimiento y búsqueda y sensualidad. Este es el tesoro, el equipaje. Prestas atención al detalle de las arquitecturas emocionales, al milagro común, a la silueta de la persona que amas y a sus movimientos, que detienen el tiempo y convierten una mínima acción en un suceso trascendente, más aún, en un poema. En ti tiene sentido aquello que comparten Eloy Sánchez Rosillo, Raymond Carver y Antonio Machado: prestar atención. Es un don, es una revolución. Prestar atención al lenguaje, al hombre, a ti mismo, a la naturaleza, a la belleza, al tiempo. Ser capaz de oír la música, de atender a la canción que inconfundiblemente te ronda. En Construir una casa, por ejemplo, escuchas:

 Y de pronto se escucha la canción
 como una hoja liviana
que cae desde el centro de la vida.

 Por ti hemos odiado todos a ese cura que recibe un mensaje y mira “la pantalla de su móvil/ mientras recitaba los Evangelios/ de una memoria aburrida y monótona” en medio del entierro de tu abuela. Por ti sabemos también un poco más del dolor:

 No dijo que el dolor era como un eclipse,
que llega poco a poco,
que lentamente te da su bocado seco,
que luego se aleja dejando un rumor
de hojarasca pisada,
que es áspero como una cicatriz.

 El dolor es un incendio también, querido Antonio, uno de esos incendios de llamas descomunales con las que aprendemos a convivir.

 Y, sin embargo, otro es el incendio que hoy nos traes y otra la noche: abundancia, desnudez inteligente, sensualidad poética. En verdad, después de leer tu libro, es luminosa la resaca de tanta intuición, y parece que sea siempre “Sábado”:

  Me he sentado a la mesa
-en la cocina-.
 Dejo que pase el tiempo,
que sus migas de pan resbalen por mis dedos
hasta el mantel azul.
 Tú no lo sabes, pero te espero.
Paso las páginas de un libro.
Es el amor. Escampa
la luz del sábado por la ventana.

 Ahí nos quedamos, en el alféizar, con los ojos abiertos. Algo ha cambiado, sí, mucho, para bien. Y nos dejas el alma en vilo. Andrés García Cerdán